
Por MARCELO RIOSECO
La vida doméstica
La vida doméstica
es la manera más rápida de matar la locura de un poeta
y también es la manera más rápida de matar al poeta.
Le leo mi poema sobre Roberto Bolaño a Claudia.
Claudia me mira y después de una pausa
pregunta: «¿Quieres comer? Los filetes de salmón
todavía están en el refrigerador».
Bolaño desde los desiertos de la muerte
donde está ahora, me guiña un ojo y dice:
«No sabía que te gustaban
los filetes de salmón, Mauricio».
Claudia se ha ido, pero al rato regresa,
como Cristo cuando andaba aburrido.
Mientras tanto yo trato de comprender
cuál es el problema con el salmón
y si debo o no escribir este poema.
«No derrames más la leche en la cocina», exclama.
Busco a Bolaño, pero esta vez su imagen
se ha evaporado entre mis libros
y los platos sucios con comida.
Quizás ya estamos todos muertos
como los peces inmóviles que arrastra el río.
La familia
Regreso a mi ciudad natal
la derrota no es nada comparado con esto.
«Has visto lo mismo tantas veces», me dice.
Yo y mis hijas lo hemos soportado todo
como si el esfuerzo valiera la pena,
pero siempre supe que estaba equivocada.
Habría que haberse ido a otra ciudad
e intentado elevarnos por sobre todo esto;
al menos para que mis hijas
pudieran atestiguar con sus propios ojos
la verdadera amplitud del mundo.
Pero nos quedamos y esto somos ahora.
Hay tantas familias como la nuestra,
tantos locos con garrotes,
tantos árboles torcidos rodeados de perros».
Y me mira para reconocer su sangre
en mis ojos adormecidos por el olor de la sal
y la proximidad del océano. Y yo la esquivo.
Damos vuelta y nos encaminamos hacia el auto.
Antes de abrir la puerta dice:
«Tú no estabas aquí para verlo.
Y fue mejor así. Viajar debió haber sido
como una salvación para ti». Pero no lo fue.
O quizás sí. Regreso a mi ciudad,
pero ahora la ciudad es de ella y su familia
y el sol está de frente (como hace años)
cuando este era el único lugar adonde se podía ir.
Ascenso a mediodía
“¿Cuál es la diferencia
entre un perdedor y un fracasado?»
Escucho la pregunta mientras ascendemos
—bajo el pesado sol de la desnudez—
por esta colina donde nos conocimos hace 20 años.
En aquella época no sabíamos
que algún día volveríamos hasta aquí
para hacernos las mismas preguntas
que nos volvían locos cuando éramos jóvenes.
No hay una línea precisa, supongo
quizás la imposibilidad y el descenso
sean la misma cosa.
«Ahora habitamos la realidad», me dice.
«Imagino que debiéramos saberlo».
Es una afirmación expresada
sin odio ni vehemencia,
pues ya no tenemos nada
que nos pueda ser arrebatado
en nombre de una hipotética verdad.
Estos años nos han vaciado
y ya no somos ni los primeros ni los mejores
quizás solo seamos cierta forma de persistencia,
una palabra atrapada en la memoria.
Ahora subimos la colina
dejándonos abrasar por el calor del verano
mientras los insectos chirrían
bajo la tierra quemada por el sol.
No hemos visto la aurora. Es cierto
pero no estamos muertos todavía.
«¿Es esa una respuesta?», me pregunta.
«No lo sé», contesto.
Pero debiéramos tratar de saber
si ese desconocimiento constituye un fracaso
o es simplemente la forma que adquiere la vida
cuando se han desperdiciado los días
sin expresar una forma de voluntad.
«Es mediodía», dice
(como si no escuchara). Y el calor
ya ha dejado de sacudirnos
incluso antes de llegar a la cima.
Antes de regresar a San Antonio
«¿Y para qué lees a todos esos babosos?», me pregunta
mientras cierra la persiana de su boliche
y hace sonar las llaves en su bolsillo.
«Allá afuera». Y me indica un páramo desierto
donde los coyotes son como sombras muertas
en el inmenso espacio del silencio.
«Hay un misterio muchísimo más cojonudo
que todos los misterios encerrados en tus libros».
Miro mi morral y veo mis desordenados apuntes,
también están los libros que he pedido en la biblioteca
los cuales tengo que devolver cuando regrese a San Antonio.
Don Lupe me mira como si yo no entendiera nada
y se despide diciéndome que vendrá al otro día.
Y allí me quedo mirándolo mientras se aleja,
pensando en ese páramo cercenado por el calor
que se abre ante mí a plena luz del día.
Y te llamarás huérfano
A veces
es bueno mirar hacia atrás
y observar la raíz
desde donde hemos venido
a este mundo
porque en un momento
raspante y único
esa raíz dejará de existir
y se apagará.
Algo crujirá
bajo nuestros pies,
algo te impactará
en el rostro
(como una bofetada)
y solo entonces
te podrás llamar a ti mismo
huérfano.
Al final de la calle
Al final de la calle
veo una manada
de doradas panteras
cruzar Gray Ave.,
galopan
como si estas calles
fueran los mismos
pastizales del infierno
y ellas,
un áspero soplido
expulsado
desde el otro lado del mundo.
Estados Unidos,
martes, 3 de febrero de 2015.
Esto es todo lo que he podido
registrar
hasta la fecha.
Café Cantabria
Estaba sentado en el Café Cantabria
feliz de estar de nuevo en la ciudad
más importante de Chile.
El día era magnífico y soleado
y yo estaba pensando en la muerte
y otras tantas banalidades difíciles de digerir.
Debajo de la mesa, el tigre de mi mente
permanecía echado a mis pies
y pensaba las mismas cosas que yo,
pero no decía nada para no interrumpir
el flujo natural de mis pensamientos.
El tigre de mi mente —como se sabe—
es un tigre muy discreto y educado.
Estaba en mi tercer café cuando advertí
la inobjetable presencia del universo
y su mayor locura: yo, tomando un café
junto a un gran gato, gordo y perezoso.
«¿Qué es este espectáculo?», me pregunté.
«¿Una ciudad ciega y egoísta carcomida
por la presencia de un antiguo rencor?»
«¿O una forma de entender qué nos pasó
y por qué la memoria tiene la forma de una herida?»
Mientras tanto, el tigre de mi mente roncaba
indiferente a mis preocupaciones.
¿Qué me trae de vuelta a esta ciudad?
¿No regresamos acaso cuando ya estamos
un poco muertos y cansados de viajar?
El mundo es locura, el universo es locura
pero nosotros, no. Nosotros sobrevivimos.
Así como suena, no hay otro secreto.
El tigre de mi mente entonces se da vuelta
y pone su peluda panza boca arriba.
«Ahora sí», gruñe. «Muévete un poco,
me estás tapando el sol».
Regresamos, es cierto, un poco muertos,
indiferentes, acaso hastiados de vivir así.
Termino el café, pago la cuenta y me voy.
Dejo al tigre de mi mente durmiendo
tranquilamente debajo de una mesa,
probablemente ya no piensa en nada,
quizás ya haya desaparecido al igual que yo.
*Marcelo Rioseco (Chile, 1967) es chileno-estadounidense. Poeta, editor y conductor de programas radiales. Su libro La vida doméstica (2016) fue reconocido por la Academia Chilena de la Lengua como el mejor libro del año. La edición de Domestic life (2025) realizada por Alliteration Publishing es bilingüe. La traducción estuvo a cargo de Arthur Malcolm Dixon. Incluye un prólogo de Micaela Paredes Barraza.
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