Un nuevo orden sanitario global y el cambio climático

La lucha contra el covid-19, esfuerzo solidario de muchos, parece un «trabajo de Sísifo», por la constante torpeza y desidia de algunos gobernantes y responsables políticos.

En entregas recientes de opinión a los medios de comunicación, venezolanos, españoles y latinoamericanos, he realizado algunos ejercicios de reflexión sobre las obligaciones y compromisos de la comunidad internacional entera, en los hombros de sus integrantes principales, los Estados y las organizaciones internacionales, a partir del derecho internacional de los derechos humanos. Hago énfasis en  su importante aportación a fin  de erradicar la mísera situación pandémica, mediante la puesta en vigor de un nuevo orden sanitario global.

Criterios científicos válidos de los franceses Marius Belles, físico, y Daniel Arbos, biólogo, acusan a las bacterias y virus como los más «grandes asesinos de la Tierra».

Estos organismos también forman parte de la biodiversidad, han convivido con nosotros, mutando, sin interrupción. Las pandemias reinciden, una inquietante realidad en un mundo globalizado, que debe tomar posición titular en la agenda salvadora de la humanidad. El cambio climático, otra de las mayores amenazas de nuestra existencia, entra  en escena.

Vale la pena indicar, que en uso  de sus potestades,  los Estados y las instituciones especializadas, regionales o universales,  han cumplido la  heroica tarea de elaborar programas para erradicar de la faz del planeta semejantes desgracias.

Posiblemente en breve tiempo ocurrirán hallazgos contra la mortalidad del SARS-CoV-2. Antes, no obstante, sufriremos ansiedad y desánimo debido a la aparición de nuevas cepas, la británica, la  brasileña o la hindú; la esterilidad de los debates políticos y el estallido social  en los países de menor desarrollo, los más vulnerables.  Empero, hemos recibido estímulos alentadores en el combate.

Durante los últimos 150 años hemos asistido a un crecimiento exponencial de la ciencia, con base en dos hechos: primero, los científicos  apoyados en el legado  de sus antecesores lo han mejorado. Segundo, se ha otorgado la  primacía a la integración del equipo multidisciplinar ante el trabajo individualidad.

El desacierto ha estado en darle prioridad a la carrera espacial, sin menoscabo de su valor ya se han enviado artilugios idóneos para dar una vuelta al sistema solar. Asimismo, la industria armamentística no declina su adelanto. No puede culparse a Albert Einstein por su famosa fórmula e= mc2, eje de la mayor destrucción causada por un arma militar, tampoco la Segunda Guerra Mundial es atribuible a su inteligencia.

Así, la investigación acerca de la biodiversidad y de los ecosistemas fue relegada. De los virus sabemos la multiplicidad de especies. Una pequeña cápsula, 0,75 micras, es capaz de replicar en la célula huésped la molécula protectora de su código genético. Impedirlo requiere un programa de investigación que provea su  defensa.

Coetáneo, el estudio de los ecosistemas nos arma para afrontar el cambio climático, que junto con la pandemia, conforman los mayores desafíos del siglo XXI.

Con todo, somos incapaces de predecir terremotos y tsunamis, que pueden provocar varios cientos de miles de fallecimientos en un único evento. El tsunami de 2004 en Malasia se llevó por delante la vida de 275.000 personas, sin contar los desaparecidos.

Surge la cuestión ¿estamos influyendo con nuestra presencia en la biosfera? Una gran mayoría piensa que la respuesta es afirmativa. Paul Crutzen, Nobel de Química 1995 por sus estudios sobre la influencia de la capa de ozono, pronunció el término «Antropoceno» en una conferencia, 2000, desencadenó un intenso debate sobre la interacción del hombre y el medio ambiente.

Venimos observando cambios en la temperatura, en la duración de las estaciones, fenómenos meteorológicos suscitados con frecuencia, un ejemplo reciente es «Filomena», que cubrió de nieve las emblemáticas calles madrileñas de Goya, Lagasca y Velázquez. Lo cierto es que el peligro acecha, a propósito, las conclusiones del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático  de la ONU.

La supervivencia exige prudencia y cordura a fin de evitar que el clima llegue a una situación insostenible; la covid-19 sería anecdótica delante de la devastación por el ascenso de dos grados en la temperatura del planeta, a causa de la emisión de los gases de efecto invernadero. Ha podido comprobarse cómo en un par de meses de confinamiento la polución se reducía a 50%, y la vida en el campo se abría paso. Ahora bien, no todo consiste en encerrarse durante un tiempo hasta que la polución descienda su nivel, la economía se vendría abajo. Son acertadas las advertencias de los economistas.

No hay que ser pesimistas, con relación a la etapa poscovid-19, que actualmente acusa un número de muertes superior a 1.600.000 fallecidos y una cifra que rebasa 156 millones de contagios.

El ave fénix renacerá de sus cenizas. Venceremos. A punto de finalizar, este mi artículo, la prensa internacional despliega la noticia «Inglaterra pasa su primer día sin muertes por covid desde julio».

La filosofía de mi convicción reside en firmar un acuerdo amplio que reúna las voluntades del mayor número de Estados y organizaciones para salvar la vida, la salud, la seguridad y la paz de los 7.730 millones de seres humanos que pueblan el mundo a tiempo real según las estadísticas de las Naciones Unidas.

Mis votos, de clausura, por el gran filósofo Edgar Morin, mi antiguo profesor de la Universidad de París, que a punto de cumplir 102 años, defiende con pasión enseñar a vivir.

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