En 1567, unos mercaderes españoles que vivían en Amberes preguntaron al teólogo Francisco de Vitoria, que entonces enseñaba en la Sorbona de París, si era moral y conforme a la religión católica comerciar para ganar dinero. Francisco de Vitoria respondió afirmativamente que existía efectivamente un orden natural que autorizaba, en particular, la propiedad y el intercambio: según él, este orden natural obligaba a todos, incluidos el Rey y el Papa, y contribuía al enriquecimiento de los pueblos. El comerciante de Amberes, antepasado de nuestros empresarios, actuaba, pues, de manera a la vez moral y eficaz, ya que su prosperidad, al repuntar, beneficiaría a toda su nación. Los cimientos de la ciencia económica se remontan a este intercambio.
Francisco de Vitoria fue sólo el más eminente de los doctores de la Escuela de Salamanca, que dominó el pensamiento teológico y económico hasta que los jesuitas tomaron el relevo, con Luis de Molina, fallecido en 1600. Los historiadores de la economía no dudan en reconocer que la Escuela de Salamanca fue la cuna de su ciencia. Cuando examinamos en detalle las conclusiones de esta escuela, nos sorprende hasta qué punto contienen ya todos los elementos de la economía moderna: la eficacia del derecho de propiedad, el papel de la moneda estable, la limitación del Estado central. La existencia de este derecho natural era y sigue siendo el fundamento teológico y práctico del desarrollo económico.
El enigma no es que esta ciencia se fundara en España durante el Renacimiento, sino que esta enseñanza cayera tan rápidamente en el olvido y luego desapareciera por completo a partir del siglo XVII. No fue hasta que Adam Smith, filósofo y moralista escocés, publicó La riqueza de las naciones en 1776 cuando resurgieron las conclusiones y recomendaciones de la Escuela de Salamanca. En la actualidad, Adam Smith es considerado el fundador de la ciencia económica, pero sólo por aquellos que desconocen la existencia anterior de Salamanca. De hecho, es la obra de Adam Smith, que se difundió inmediatamente por toda Europa, la que hoy puede considerarse el punto de partida de todas las teorías del desarrollo. Está claro que Donald Trump no ha leído a Adam Smith y no conoce la Escuela de Salamanca. Si hubiera leído u oído hablar de cualquiera de ellos, sabría que obstruir la libre circulación de las personas y su producción, y atacar el valor del dinero, es una receta segura para pasar del desarrollo al subdesarrollo.
El misterio es lo poco que se sabe de ella, y lo a menudo que se descuidan sus lecciones, comprobadas por la experiencia. ¿Por qué desapareció la Escuela de Salamanca en el siglo XVII? ¿Por qué el presidente de los Estados Unidos ha dado la espalda a todas las lecciones de la ciencia económica? ¿Por qué esta ciencia, tal como la formalizaron Vitoria, Molina, Adam Smith, Schumpeter o Milton Friedman, Jean Baptiste Say en Francia, es tan a menudo despreciada, descalificada como ciencia, y luego sustituida por ideologías antiliberales cuyos efectos sobre la población resultan siempre desastrosos? ¿No es moral la ciencia económica? Lo es, puesto que contribuye al enriquecimiento de todos. ¿No es eficaz? Lo es, porque allí donde se aplica, los resultados son tangibles. Entonces, ¿qué tiene de insoportable el progreso que hace posible la ciencia económica? Me parece que la prosperidad de la anticiencia proviene de dos motivaciones: el factor tiempo y la pasión por la igualdad. El tiempo es necesario para el desarrollo: el crecimiento nunca es instantáneo, sino lento y gradual.
Mi profesor de economía en París, Raymond Barre, que más tarde fue primer ministro, solía señalar irónicamente que era mejor tener una mala política económica que durara mucho tiempo que una buena que no durara. Es la naturaleza a largo plazo de la política económica lo que hace o deshace el desarrollo: la economía se toma su tiempo. La gente está impaciente por enriquecerse, y los gobiernos tienen prisa por lograr resultados visibles de los que puedan presumir ante su electorado. La fragilidad de la economía, o su rechazo, se debe ante todo a que el factor tiempo de la economía no es el factor tiempo de la política o de la psicología de las multitudes. Por ello, los gobiernos, sensibles a esta psicología, pretenden acelerar el crecimiento con sus intervenciones. Esto puede funcionar a veces hasta las próximas elecciones. Pero no más allá. El resultado de la intervención gubernamental suele ser una inflación descontrolada.
La otra razón para rechazar la economía es el igualitarismo. El desarrollo, si se ajusta a las enseñanzas de Salamanca y de todos los que siguieron su obra pionera, beneficia al pueblo en su conjunto. Pero nadie piensa globalmente: cada cual quiere su enriquecimiento inmediato, el suyo propio, no necesariamente el de sus vecinos o el de los chinos. ¿Qué nos importa si la nación y el mundo se enriquecen, pero si nosotros personalmente perdemos un empleo o vemos caer nuestros ingresos? Es entonces cuando intervienen los gobiernos para establecer, o pretender establecer, la igualdad inmediata mediante la redistribución. No hay nada malo en el igualitarismo o la redistribución ‘per se’, pero todo es cuestión de umbral: sabemos que si la redistribución es excesiva, el espíritu emprendedor se hunde, sustituido por la pasividad o la especulación. La dificultad del ejercicio consiste, pues, en localizar el umbral de equilibrio entre el imperativo de un desarrollo basado en la libertad empresarial y la exigencia política de garantizar lo que se conoce como justicia social: casi imposible de cuantificar.
No sé quién en España sabe más de economía que de Vitoria o Molina. Entre los políticos, lo dudo. En la enseñanza general, ambos brillan ciertamente por su ausencia. Es lamentable, porque sólo un conocimiento generalizado de la ciencia económica, o al menos de sus datos esenciales, obligaría a los gobiernos a frenar sus intervenciones. Este conocimiento permitiría a los ciudadanos comprender, aunque sin entusiasmo, lo esencial que es la paciencia para la prosperidad.
Al evocar a Francisco de Vitoria , ¿estamos lejos de nuestras preocupaciones inmediatas? En absoluto: hoy el mundo duda entre volver a un crecimiento de inspiración liberal o precipitarse en el abismo de la recesión. El conocimiento nos salvaría de la recesión. Existe una estrecha relación históricamente demostrada entre el libre comercio, los derechos de aduana y la paz entre las naciones. En tiempos de Napoleón I, el bloqueo continental, es decir, la denegación del comercio entre naciones, provocó una guerra generalizada en Europa, especialmente en la Península, que no respetaba las prohibiciones comerciales. En los años treinta, fueron los derechos de aduana impuestos por Estados Unidos los que llevaron a la Alemania nazi a desarrollar una industria de guerra autosuficiente. Este proteccionismo de Estados Unidos también impulsó a Japón a crear un imperio colonial, puesto que ya no le era posible abastecerse libremente de petróleo y otras materias primas. El siglo XX nos enseñó que la guerra comercial conducía a la guerra militar. No pretendo que la economía determine por sí sola las relaciones entre las naciones, pero ignorar los efectos del error económico conduce a lo peor: estamos en el umbral de lo peor.
Artículo publicado en el diario ABC de España
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