Cuando el chavismo anunció, con rostro grave y discurso patético, un nuevo “decreto de emergencia económica”, nadie se sorprendió. Después de todo, Venezuela vive en estado de excepción permanente, sea este formal o fáctico. Lo verdaderamente revelador, sin embargo, fue la excusa: la caída del 20% en las exportaciones petroleras durante abril tras la reimposición de sanciones por parte de Estados Unidos. Así, el régimen de Nicolás Maduro pretende convencer a los incautos de que la causa de sus males es externa, reciente y ajena a su voluntad. Un discurso cómodo y también profundamente falso.
Es cierto que las sanciones impuestas —y ahora restablecidas— por Washington tienen un efecto directo en la economía venezolana. Eso es innegable. La suspensión de licencias a empresas como Chevron, la reducción en la compra de crudo, el cerco a las operaciones financieras vinculadas al petróleo, todo ello tiene un impacto tangible. Pero aquí es donde conviene aplicar un mínimo de honestidad intelectual: ni todas las sanciones del mundo juntas pueden compararse con el daño infligido por el chavismo a Pdvsa desde adentro, con paciencia de termita y precisión de cirujano ebrio.
Durante más de dos décadas, el chavismo desmanteló la industria petrolera nacional como parte de su proyecto de control total. Primero, expulsó a la meritocracia con la excusa de “democratizar” la empresa. Luego, la convirtió en botín político y caja chica de una élite corrupta disfrazada de revolucionaria. Sacaron a patadas a los ingenieros y llegaron los comisarios. Se fueron los técnicos, llegaron los escoltas. Se fueron los contratos de inversión, llegaron los convenios opacos con países “hermanos”. El resultado está a la vista: una producción que en 1998 superaba los 3 millones de barriles diarios y que hoy apenas si araña el millón, cuando lo logra.
La reimposición de sanciones ha servido, más bien, como excusa de última hora para justificar un colapso que lleva décadas en marcha. El chavismo ahora culpa al “bloqueo” —una palabra tan imprecisa como útil— de lo que en realidad es producto de su gestión. Es como si el pirómano culpara a la lluvia por no apagar el incendio que él mismo encendió.
Y, sin embargo, el decreto de emergencia económica no solo es una maniobra propagandística: también es una herramienta legal peligrosa. A través de este nuevo régimen de excepción, el Ejecutivo se atribuye poderes extraordinarios para manejar inversiones, firmar acuerdos, reorganizar ministerios, imponer controles y disponer del presupuesto sin pasar por el mínimo trámite parlamentario. En otras palabras: más discrecionalidad para quienes han demostrado que lo que menos saben hacer es administrar recursos.
Se dice que el decreto busca “atraer inversión extranjera” y “controlar la inflación”. Lo primero suena a chiste: ¿qué inversor serio colocará dinero en un país que no respeta contratos, carece de Estado de derecho y donde todo depende de los caprichos de un caudillo? Lo segundo es una ilusión: no se controla la inflación con discursos ni con más intervencionismo, sino con confianza, productividad y un mínimo de estabilidad institucional. Tres cosas que en Venezuela jamás existirán mientras el chavismo siga en el poder.
Lo que hay detrás, más bien, es una vieja jugada: decretar la emergencia para legalizar la arbitrariedad. Convertir la crisis en oportunidad, pero no para reformar, sino para acumular más poder… y saquear. Es un guion ya ensayado muchas veces y que ahora se reedita con la excusa de las sanciones. Sanciones que, si bien no ayudan, tampoco son el origen del desastre. Ese crédito —hay que decirlo— pertenece enteramente al chavismo.
Aquí, entonces, no se trata de defender las sanciones por principios ideológicos. Tampoco de ignorar su impacto económico. Se trata, más bien, de no permitir que un régimen que destruyó su principal fuente de ingresos ahora pretenda lavarse las manos con un argumento geopolítico. Si la economía venezolana se tambalea por una reducción de 20% en las exportaciones petroleras, es porque ya estaba al borde del abismo desde hace años. Porque la riqueza petrolera fue saqueada, no bloqueada. Porque el colapso fue interno antes que externo.
Mientras tanto, Maduro vuelve a vestirse de víctima, firmando decretos con aires de estadista, mientras el país sobrevive a punta de remesas, bodegones y salarios devaluados. La emergencia económica, más que una respuesta a las sanciones, es la confesión tácita de un fracaso. Un fracaso que ni los discursos, ni los decretos, ni los culpables importados pueden maquillar.
Al final, el petróleo no se fue. Los chavistas lo echaron de Venezuela.
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