En memoria de Vargas Llosa

Foto: EFE/ Francisco Guasco

Creo que tenía 18 años la vez que terminé La ciudad y los perros, la primera novela de Mario Vargas Llosa, en una pequeña universidad en Catia mientras esperaba a mi novia de entonces. Pensé en ese momento que quería ser como aquel escritor tan entregado a la palabra que tenía como bandera que la lectura era una manera de rebelarse ante los poderes e institucionalidades. Una idea, por supuesto, bastante juvenil y romántica, quizás similar a la noción del escritor comprometido que el Nobel asumió por influencia de Jean-Paul Sartre, de cuya corriente ideológica se distanciaría con los años. 

Hoy día vuelvo a sus libros y pienso que ese Vargas Llosa romántico fue quien me hizo lector, más que sus compañeros Gabriel García Márquez, Julio Cortázar y Carlos Fuentes. Estoy seguro de que a muchos les pasó igual. Porque ese enorme narrador no solo nos dejó novelas poliédricas, también una manera amorosa, vehemente y lúcida de hablar sobre sus escritores preferidos. Yo me lancé a leer El ruido y la furia de William Faulkner, Fiesta de Ernest Hemingway, en parte Madame Bovary de Gustave Flaubert y sobre todo Los Miserables de Victor Hugo gracias a él. 

Si bien los otros protagonistas del Boom hablaban también de sus autores más queridos, creo que ninguno lo hizo con la rigurosidad de crítico y la pasión juvenil de Vargas Llosa. Leerlo en sus novelas, cuentos, ensayos y artículos de opinión era adentrarse a la literatura universal y preguntarse cómo ese muchacho que estudió en el Colegio Militar Leoncio Prado terminó escribiendo un libro tan joyciano como Conversación en la catedral y otro tan melodramático, divertido  y culebrero como La tía Julia y el escribidor

Un hombre que logró organizar algunas de sus experiencias en novelas —para él, la vida es un caos que se puede estructurar en historias— y asimismo realizar trabajos investigativos rigurosos en una novela como La guerra del fin del mundo, repleta de olores, sonidos y dolor. 

Por él también pudimos encontrar lecturas entusiastas de algunos de sus colegas, como García Márquez —sobre quien escribió García Márquez: historia de un deicidio, uno de los mejores ensayos acerca de la obra del Nobel colombiano—, a quien consideraba un escritor puro y artístico. A Cortázar lo veneraba y admiraba su creatividad, que veía como un talento innato, y a Juan Carlos Onetti lo calificó entre los grandes escritores de América Latina, a pesar de que el uruguayo no llegó a un público muy vasto debido a su obra cargada de pesimismo y existencialismo; sobre él publicó en 2008 el ensayo El viaje a la ficción. 

Es decir, además de escribir uno de los considerados mejores inicios de una novela —¿En qué momento se había jodido el Perú?”— o de aterrarnos con la muerte del Esclavo, nos enseñó, y ha trascendido hasta mi generación y la siguiente, el amor por la lectura y la idea de que leer es un método para cuestionar las tiranías de cualquier índole. Y vaya que los latinoamericanos sabemos de tiranías. 

Con Vargas Llosa muere una forma de vivir la literatura, en un tiempo en que la creación se debate entre el uso o no de la inteligencia artificial, con controversias como el uso de imágenes al estilo de Studio Ghibli. Vivió él un tiempo en el que no necesitó distraerse por horas en Instagram, TikTok o X y tampoco cayó en los debates estériles que todavía hay en Facebook. Era el último escritor de una raza ya extraña para nosotros: que se encerraba por horas en un cuarto para escribir, leer hondamente y luego debatir fervorosamente con amigos y colegas. 

La idea del lector se ha vuelto menos romántica. Los debates, al menos los virales, suelen ser superficiales —veamos toda la gente que criticó el filme Emilia Pérez sin verlo— y ay de aquel que piense diferente a la dictadura del Internet. Hace poco murieron también autoras que admiré, Beatriz Sarlo, Krina Ber, Elisa Lerner y Violeta Rojo, lo que me hace preguntarme constantemente hacia dónde va el acto de leer en tiempos acelerados invadidos de distracciones por doquier, donde hay tanto escritor más pendiente de hacerse una imagen adecuada que de escribir. 

Puede que la lectura, recordando lo que decía Vargas Llosa, sirva ahora no solo para cuestionar las tiranías políticas, sino también las que nacen y se multiplican en Internet.

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