El bien posible

Tensión entre el ideal, el contexto y el problema del “mal menor” en la acción política

Uno de los lugares comunes al momento de comenzar a explicar la historia del pensamiento político consiste en afirmar que la reflexión antigua y medieval sobre la política fue de índole principalmente religiosa y moral, mientras que la innovación que acontece gracias a Nicolás Maquiavelo y su posteridad radica en el descubrimiento reflexivo de la pragmática de la política, es decir, de las leyes que gobiernan el uso del poder, independientemente de su dimensión ética y teológica. 

Esta suerte de simplificación tiene algún fundamento ya que es cierto que la literatura antigua y medieval sobre la cosa pública gravita sobre un paradigma principalmente teológico que relativiza a la comunidad política respecto de un conjunto de absolutos que la sostienen y la legitiman.  Así mismo, no es ningún secreto que la modernidad precisamente emerge como búsqueda de emancipación respecto de creencias religiosas o realidades metafísicas que, entre otras cosas, amparen los fundamentos éticos de la vida personal y del Estado. 

Sin embargo, un examen más atento tanto de las teorías políticas modernas como de las realizaciones fácticas del poder desde el siglo XVI nos permite apreciar los límites de esta simplificación. Por una parte, existe una enorme deuda de la filosofía política moderna con el pensamiento medieval cristiano.

Imposible entender el Estado, el liberalismo, los derechos subjetivos o la idea de soberanía en la modernidad sin estudiar a Tomás de Aquino, a Escoto o a Ockham1. Por otra parte, la propia modernidad en la medida en que buscó lograr su emancipación y autonomía, afirmó una peculiar ética y una peculiar teología, al menos de modo implícito. 

En la modernidad se privatiza la fe, se justifica éticamente el liberalismo individualista y se coloca a la Iglesia bajo el control del Estado. Todo este desplazamiento temático posee una manera de entender los fundamentos de la vida moral y el papel de la religión. Por ejemplo, Kant hablará de mantener a la religión dentro de los límites de la razón2.

Por estos y otros argumentos, somos de la opinión que toda la modernidad gravita sobre una gran hipótesis ética y teológica y esto es verdadero aun cuando a algunos autores pueda resultarles más o menos indigesto reconocer que el cogito cartesiano, la razón pura del propio Kant, la teoría del poder de Maquiavelo, o la soberanía de Hobbes –por ejemplo– poseen presupuestos teológicos y morales precisos3.

Toda decisión política posee una axiología implícita

La teoría política y la acción derivada de ella no son ni axiológica ni teológicamente neutras. Mucho menos ahora que en el momento posmoderno los procesos de reencantamiento del mundo y el resurgimiento de sentimientos morales diversos se encuentran tan a la orden4

En particular, la acción política, más allá de trivializaciones y frivolidades, es un lugar de verificación de la interrelación existente entre el ser humano y sus referentes normativos.

No quiero con esto insinuar que la acción política “debe ser” así. Sino que, de hecho, por su índole ética (buscar el bien común) y por su fuerza originaria (el poder) siempre es así: una síntesis única de libertad y aspiración ideal, de autonomía y de referencia constitutiva a un valor que me obliga, y como venimos insinuando, un momento vital en el que el significado definitivo de la existencia se cruza con las decisiones más contingentes y opinables, dotándoles de sentido y de una cierta iluminación y tensión.

Esto sucede tanto en la realización virtuosa de la actividad política como en los momentos más deleznables de la misma. Aún en estos últimos, el ejercicio del poder hará referencia a la elección tomada y al valor abandonado, la conciencia se activará, aunque sea de modo deficiente, y dirá con su singular voz interior que las cosas, tal vez, “debieron” haber sido de otro modo.

Estas observaciones nos permiten advertir que la acción política, más allá de teorías, es constitutivamente moral. Podríamos decir también que es esencialmente teológica, pero por el momento, no avanzaremos por este derrotero. En toda acción política, la persona se debate entre diversas opciones, entre diversas maneras de resolver un mismo problema, entre valores en conflicto: unos invitando a proseguir en cierta dirección y otros, en otra.

El propio Nicolás Maquiavelo, en sus meditaciones sobre el poder, en más de una ocasión se verá inmerso en la saludable tensión entre la conciencia y el poder. ¿Cómo debe de proceder el Príncipe? ¿Habrá que infundir respeto o temor? ¿Habrá que atacar a todos los enemigos o solo a uno? ¿Será deseable pactar con quien no piensa como nosotros o es preferible avanzar solamente con los afines? 

Estas y otras muchas cuestiones habitan desde la antigüedad al interior del hombre que actúa en política. Por una parte, aparece el deseo de lograr algo, un cierto bien que se estima provechoso para la comunidad, y por otro lado se encuentran las exigencias del contexto, las limitadas habilidades humanas para la resolución de problemas y las mezquindades por todos conocidas. 

Conforme las sociedades se han vuelto más complejas, los escenarios sobre los que se desempeña el político también adquieren un perfil más difícil de desentrañar. Los fenómenos políticos suelen ser actualmente muy híbridos y multicausales: un proceso electoral, el surgimiento de un movimiento popular, un cierto debate legislativo.

Normalmente tendemos a tratar de simplificarlos: buscar a un solo culpable, buscar una idea que lo explique todo, reducimos lo diverso y lo múltiple en una unidad que nos haga más amable la cuestión, aunque se pierdan matices, y con ello realidad. Esta tendencia reduccionista es casi imposible de evitar. Sin embargo, es preciso hacerle contra.

El ceder a ella sin más, en ocasiones nos lleva a juicios maximalistas: o blanco o negro. Y si nos acostumbramos a este modo de pensar, nos puede colocar en visiones ideológicas de la realidad que terminan por sustituirla o violentarla… Más aún, si nos descuidamos, al final de la aventura nos encontraremos en “fuera de juego”, es decir, fuera de la escena política en la que estábamos instalados.

La acción política y la necesidad de tender puentes

La maduración humana en la comprensión de la política, en buena medida consiste en ir haciendo, poco a poco, matices. Ni todo es blanco ni todo es negro, aunque sí hay blancos y negros. Madurar en política significa en muchas ocasiones descubrir cómo en el escenario más complejo, con el adversario más abyecto, es preciso recuperar en lo posible algo de la verdad, del bien y de la justicia que el otro posee para tender un puente, para disminuir el encono, para encontrar una solución políticamente viable y no solo deseable en términos morales.

En mi país, México, somos muy susceptibles de caer en ideologías reductivas. En algunos sectores solemos tender a posturas maximalistas, basadas en el “todo o nada”, sin mirar que en ocasiones estas posturas hacen inviable la realización, aunque sea modesta, del bien al que aspiramos. Basta una cierta discrepancia, detectar una diferencia de apreciación en el otro, para que la muy tenue unidad lograda se debilite y en ocasiones se pierda. 

Sin embargo, en política, es preciso lograr cosas en la práctica, es preciso construir puentes, se requiere sumar a los diversos. La acción política en muy pocas ocasiones radica en vencer al oponente a partir de un juego de poder, sino que en muchas ocasiones la circunstancia más bien nos invita a trabajar junto con él, ya que pretender derrotarlo por completo, extinguirlo, anularlo, es por demás una ingenuidad.

Pienso en el trabajo legislativo en el que en muchas ocasiones el político humanista se encuentra en minoría y es preciso tomar postura sobre un asunto delicado, polémico, tal vez algo que entraña una aberración moral, jurídica o política objetiva. El encontrarse en minoría le impide al político lograr el ideal al que aspira.

Alimentado por razones y pasiones cruza en su mente la posibilidad de inmolarse: hay que dar la batalla por el ideal aun cuando en el intento se pierda todo.  El tono heroico del gesto a implementar motiva, en ciertos escenarios, todavía aún más: “¡la causa lo vale!”. Sin embargo, en algunas ocasiones, bajo esta óptica, se cancela la posibilidad de atenuar el mal en algún grado. El juego de “todo o nada” nos conduce, al ser minoría, precisamente a “nada”.

El “mal menor”

Por esto es importante que nos preguntemos ¿qué debe hacer un humanista en escenarios políticos complejos? ¿es preciso anunciar la retirada o inmolarse cuando no es viable el ideal que buscamos? ¿qué caminos tenemos como alternativa si sabemos que el ideal no es políticamente viable?

Una opción que rápidamente aparece en nuestra mente es optar por el “mal menor”. La expresión “mal menor” se instala con facilidad en la argumentación política como si de suyo estuviera legitimado o fuese evidente su significado y su justificación ética.

El argumento del “mal menor” más o menos emerge así: existen dos escenarios. En uno se visualiza un posible grave daño al bien común, a la justicia social, al reconocimiento pleno de derechos humanos fundamentales o a la seguridad de la nación. En otro, se plantea que para frustrar que suceda ese grave daño se pueden realizar acciones sustantivas que evitarán que esto suceda aun cuando sea preciso transigir en algunos valores fundamentales. 

La fuerza del argumento se suele obtener dramatizando las circunstancias, es decir, describiendo con elocuencia que existe un imperativo moral en la realización del mal menor para evitar el mal mayor. Uno está obligado a mirar cómo se realiza un gran mal o a tratar de evitarlo optando por una acción mala que como medio se procura.

Aunque tal vez sea innecesario subrayarlo, nótese que el escenario del “mal menor” en sentido estricto no radica en la disyuntiva entre “hacer deliberadamente un mal mayor” o un “mal menor” sino entre “dejar que suceda un mal mayor” y un esfuerzo voluntario por evitarlo basado en la implementación de un cierto “mal menor”, que como medio, frustra al primero.

Otro elemento que suele acompañar este planteamiento es la situación de la conciencia la cual se encuentra marcada por una cierta perplejidad. Para decirlo en términos coloquiales, la conciencia se ve inmersa en un callejón “sin salida”, o más precisamente, la conciencia posee una “salida” incómoda, incomodísima, pero aparentemente necesaria, en la que no es posible hacer el bien. 

Imaginemos una situación ficticia que peca de ser un tanto caricaturizada: existe un grave conflicto entre dos naciones soberanas. Una amenaza invadir a la otra. Pero existe una persona que posee información relevante que podría ser usada para evitar la invasión.

El país más débil tiene la oportunidad de capturar a esta persona y extraer la información sólo a través de la tortura. De no hacerlo, el país completo puede verse envuelto en una agresión que involucre control político, perdida de soberanía y posiblemente numerosas muertes. Así las cosas, parece justificable el que se proceda a la captura y tortura del personaje en cuestión, con el fin de evitar un desastre mayor.

Al momento de discernir este proyecto de acción alguna persona podría llegar a argumentar a favor de la misma haciendo una analogía: en la práctica médica, particularmente cuando se requiere hacer una intervención quirúrgica, se daña tejido sano para poder acceder al área enferma, por ejemplo, al tumor que se pretende extraer. Esta acción es moral aún cuando se implemente como “medio” el corte de tejidos y estructuras sanos pero que se requieren mutilar para alcanzar el fin deseado y de esta manera, poner las condiciones objetivas para la recuperación de la salud.

Vistas así las cosas, pareciera que la doctrina del “mal menor” no es un ideal de conducta pero es un recurso necesario bajo ciertas condiciones. 

La problemática del “mal menor”

Una observación atenta a la doctrina del “mal menor”, sin embargo, revela su debilidad y su eventual trampa. 

En primer lugar el saber que un eventual “mal mayor” va a ser cometido no nos vuelve enteramente responsables de este, como si fuéramos los agentes que lo causan en sentido propio.

Por ello, la primera observación radica en reconocer cabalmente que en la situación descrita el “mal mayor” tanto en su finalidad como en sus medios conducentes no es deseado ni procurado por nosotros. Ahora bien, en algunas ocasiones, nuestra omisión puede facilitar la realización del mal mayor y por ello, es preciso buscar una forma inteligente de combatirlo o al menos de mitigarlo, en algún grado.

En segundo lugar, el “mal menor”, es decir, la utilización consciente y libre de medios malos –como la tortura– para evitar un grave daño nos permite observar que lo que se está realizando es un fin bueno a través de medios malos.

Cuando un fin bueno se obtiene a través de medios malos la acción humana se corrompe e ilegitima. Esto no sucede por una cierta convicción religiosa o por un cierto moralismo cultural, sino porque de suyo la estructura metafísica de la acción demanda que para contar con una acción buena sus causas originantes deben ser también buenas.

Tomás de Aquino solía decir a este respecto: bonum ex integra causa, malum ex quocumque defectu, es decir, no hay una acción completamente buena si no concurren todas las bondades, pues cualquier defecto singular causa un mal. Una acción es buena moralmente hablando solo cuando lo que se hace es bueno, la intención con la que se hace es buena y los medios necesarios para llevarla a cabo también lo son; en cambio, basta la deficiencia de una sola de las causas para volver mala a una acción5. Y nadie está obligado moralmente a obrar el mal. El mal moral no obliga.

Pero, el ejemplo médico expuesto ¿no es acaso una excepción válida? Alguien puede pensar que en ocasiones es preciso causar un cierto daño para evitar otro mayor…  En la analogía realizada a través de un ejemplo de tipo quirúrgico es importante distinguir que los bienes en juego no son bienes morales sino bienes físicos. Por ello, el mal causado por el bisturí en la mano del cirujano es un mal físico, no un mal moral.

El “mal físico” consiste en no gozar de un bien debido a nuestra condición corpórea, por ejemplo, no contar con una pierna. El “mal moral” consiste en la ausencia de perfección debida en la acción consciente y libre, por ejemplo, no cumplir con una obligación moral. Optar por el “mal menor” cuando se trata de males físicos es perfectamente legítimo. No así cuando uno encara que el valor en juego es el bien moral.

La tortura implica un daño en la integridad física, sin embargo, su naturaleza profunda radica en procurar un dolor y un temor insoportable para quebrar la voluntad libre. La acción de torturar consiste en maltratar el cuerpo, no como un recurso terapéutico sino como medio para doblegar el espíritu.

Se busca algo de suyo malo moralmente: presionar al otro de tal manera que sin consentimiento voluntario se logra un cierto resultado a través de la procuración deliberada, querida, de dolor en el cuerpo. Insisto, lo que se hace no es solo obtener información sino dañar a la persona, lastimar su dignidad. Por ello, ambos casos, –el caso quirúrgico y el caso sobre tortura–, solo tienen una similitud extrínseca. 

El “mal menor” entendido como un mal moral que se realiza de forma consciente y libre ya sea como fin, ya sea como medio, es una acción siempre mala, no es justificable de manera racional y solo se puede sostener censurando aspectos de la realidad que se imponen como obligantes ante la razón práctica.

Optar por el “bien posible”

Así las cosas, actuar en función del “mal menor” solamente es posible cuando están en juego “males físicos”, no “males morales”. ¿Qué nos queda al excluir actuar por el “mal menor”? Nos queda un desafío grande a nuestra creatividad e inventiva: optar por el bien posible

La noción de “bien posible” descansa en los siguientes presupuestos:

  1. Por una parte, entender bien la norma moral que funge como regla orientadora del ejercicio de la libertad. 
  2. Evitar auto-engañarnos sosteniendo de modo tácito o implícito que el fin justifica los medios.
  3. Afirmar el bien como fin y el bien en los medios aun en medio de una situación política compleja.
  4. Cobrar consciencia respecto de la naturaleza y complejidad del contexto político para advertir el ámbito de oportunidad que pueda existir para afirmar el bien, aunque sea de un modo modesto.
  5. Entender bien que el modo de realización de la norma en la acción política concreta no brota de una deducción silogística sino de un acto prudencial conforme al contexto y a las estimaciones humanas que es posible hacer en el ámbito práctico. 
  6. Seguir nuestra conciencia recta, es decir, no mentirnos a nosotros mismos.

Pensemos, por ejemplo, en la discusión parlamentaria sobre una ley para regular la reproducción humana asistida. En ocasiones, no tiene viabilidad política la prohibición completa de la fecundación in vitro.  Sin embargo, habiendo dejado clara la propia postura en el debate público, es menester tratar de limitar lo más posible los efectos dañinos de una norma que permite este tipo de técnica en la que en muchas ocasiones se sacrifican embriones humanos o se colocan en crioconservación. 

De este modo, el político humanista busca el bien posible, y estimando con prudencia la viabilidad política de su propia acción, construye una iniciativa que reduzca el número de embriones o vota a favor de un proyecto ya existente a este respecto, aun cuando lamentablemente la solución no sea la ideal. 

Cuando la acción política versa sobre situaciones en las que se encuentran comprometidos principios morales fundamentales, que no admiten excepciones, es siempre importante a) describir e interpretar bien el escenario político; b) estudiar bien la argumentación racional de la norma moral involucrada; c) construir escenarios que indiquen diversos caminos de solución y luego, después, de haber hecho esto, optar por el que parezca que de mejor manera permite realizar el bien posible al interior del complejo contexto que se enfrenta. 

En este último paso, es preciso atender con mucho cuidado tanto las exigencias del bien como la posibilidad práctico-política de su realización. Fijarse unilateralmente en las exigencias éticas descuidando la viabilidad política suele tener como consecuencia el perder todo. Así mismo, centrar la mirada en la viabilidad política descuidando las exigencias éticas del valor en cuestión, deriva fácilmente en una postura utilitarista que subordina la norma moral a los equilibrios de poder.

Descubrir el camino hacia el bien posible implica creatividad y prudencia, discernimiento dinámico en cada paso y realismo político. No es fácil proceder de este modo. Sin embargo, es la única manera cómo eventualmente se abren puertas insospechadas y se construyen soluciones orientadas hacia el bien común. 

 Hacer el bien nunca es estéril

Al meditar en estas cosas, recuerdo con gran afecto a Juan Pablo II. En su enseñanza aparecen continuamente normas morales importantes: respetar siempre a la persona como fin y nunca usarla como medio; ser todos corresponsables de todos; gozar de la sexualidad en el marco del auténtico amor humano, fiel y responsable, etc.

Este Papa tan sensible a estos valores también era un hombre de acción, que avanzaba lentamente, en ocasiones, posponiendo el intento de alcanzar un éxito total en el corto plazo con tal de consolidar el camino, paso a paso, hacia el futuro. Tanto en cuestiones intraeclesiásticas como en grandes acciones concernientes al nuevo orden político internacional, Juan Pablo II fue un gran maestro. 

Al inicio de su Encíclica Centesimus annus, nos dice algo que tal vez puede inspirarnos precisamente en el tema que nos ocupa: 

De tales cosas que, incorporándose a la Tradición, se hacen antiguas, ofreciendo así ocasiones y material para enriquecimiento de la misma y de la vida de fe, forma parte también la actividad fecunda de millones y millones de hombres, quienes a impulsos del magisterio social se han esforzado por inspirarse en él con miras al propio compromiso con el mundo.

Actuando individualmente o bien coordinados en grupos, asociaciones y organizaciones, ellos han constituido como un gran movimiento para la defensa de la persona humana y para la tutela de su dignidad, lo cual, en las alternantes vicisitudes de la historia, ha contribuido a construir una sociedad más justa o, al menos, a poner barreras y límites a la injusticia6.

En ocasiones la acción política humanista logra grandes triunfos al momento de afirmar algún valor, algún bien que merece ser protegido o promovido. En otras ocasiones, esto no es posible y, sin embargo, es preciso actuar para limitar el mal.

Estas acciones, aparentemente poco atractivas, son importantes ya que por una parte evitan el mal o la injusticia que parece querer instalarse. Pero además fortalecen el ethos cualitativo de los pueblos que requiere de acciones buenas, aun cuando estas sean modestas y no logren toda la eficacia política deseada. 

Hacer el bien nunca es estéril. Existe una dimensión metafísica del bien que trasciende por mucho los resultados prácticos y las consecuencias visibles.

Por otra parte, las eventuales derrotas al pretender realizarlo, nunca lo son del todo. El bien afirmado con valor, a veces modestísimamente, derrota al mal a nivel cualitativo, aun cuando cuantitativamente parezca lo contrario. El más pequeño de los bienes realizado rectamente y con valor, tiene mayor consistencia y belleza ontológica que sus antivalores.

Parafraseando a un humanista cristiano ejecutado en el año 1927, existe una democracia que no es de votos cuantificables sino de acciones buenas heroicas. Esta democracia en la que la propia vida se vuelve voto en muchas ocasiones no es apreciada ni valorada, pero en el mediano y el largo plazo es la que salva a las naciones y les brinda camino para un futuro con esperanza7.

NOTAS:

  1. Cf. A. DE MURALT, La estructura de la filosofía política moderna. Sus orígenes medievales en Escoto, Ockham y Suárez, Ed. Istmo, Madrid 2002.
  2. Véase: I. KANT, La religión dentro de los límites de la mera razón, Alianza, Madrid 1986.
  3. Cf. E. VOEGELIN, La nueva ciencia de la política, Katz, Bs. As. 2006; J. MILBANK Teología y teoría social. Más allá de la razón secular, Herder, Barcelona 2004.
  4. G. LIPOVETSKY, El crepúsculo del deber: la ética indolora de los nuevos tiempos democráticos, Anagrama, Barcelona 2002.
  5. Cf. TOMÁS DE AQUINO, Summa Theologiae, I-II, q.18, a.4, ad 3.
  6. JUAN PABLO II, Centesimus annus, n. 3.
  7. Pensamos en ANACLETO GONZÁLEZ FLORES y su obra El plebiscito de los mártires,  s.e., México 1930.

Por Rodrigo Guerra López/Doctor en filosofía por la Academia Internacional de Filosofía en el Principado de Liechtenstein; miembro ordinario de la Pontificia Academia de las Ciencias Sociales y miembro ordinario de la Pontificia Academia para la Vida; fundador del Centro de Investigación Social Avanzada (www.cisav.mx ); Secretario de la Pontificia Comisión para América Latina. 

Este artículo fue publicado originalmente en la revista SIC de la fundación Centro Gumilla

Las opiniones expresadas en la sección Red de Opinadores son responsabilidad absoluta de sus autores.

You May Also Like

More From Author

+ There are no comments

Add yours